domingo, 3 de abril de 2016

Tango José María Aguilar Argentina


Tango:

Luego de recorrer todos los caminos de su tierra charrúa con otro oriental famoso, el payador Juan Pedro López, arribó a Buenos Aires en 1920, con un compatriota, para presentarse en el Salón La Argentina y el Teatro Nacional, como verdadero artífice de la guitarra. Grabó en Victor solos de guitarra por 1922, y en dúos con Enrique Maciel y después con Armando Pagés. En una época de buenos guitarristas fue de lo mejor y estuvo al lado de casi todos los grandes vocalistas de su tiempo como acompañante: Agustín Magaldi (y por ende el dúo Magaldi-Noda), Ignacio Corsini (fue el primero que lo secundó en discos), Gómez-Vila, Pelaia-Catán, Alberto Vila, Adhelma Falcón, y entre muchos otros a Carlos Gardel con quién viajó a Europa. El inolvidable intérprete grabó de su producción “Añoranzas”, “Aromas del Cairo”, “Manuelita”, “Mala suerte [c]”, valses; “Manos brujas”, fox-trot; “Ofrenda gaucha”, estilo; “Las madreselvas”, zamba; “Milonguera”, “Flor campera”, “Trenzas negras”, “Al mundo le falta un tornillo”, “Tengo miedo” y “Lloró como una mujer”, tangos; composiciones que llevan letras propias o fueron hechas en colaboración con José M. Macías, Eugenio Cárdenas, Juan P. López, Enrique Cadícamo y Celedonio Flores. Merecen la cita sus tangos “El abrojal”, “A mi palomita”, “El gran técnico”, “Cuando me entrés a fallar”, “Perro”, “Entre dos luces”, “Esa es mi tipo”; sus estilos “La espera”, “Al pie de la reja”, “El pañuelo de seda”, “El facón”, “La mañanita”, “Quejas”, “Luna gaucha”; sus zambas “Las margaritas” y “El biguá”; su vals “Cuando miran tus ojos”, que tienen letras de Cele Flores, Francisco Brancatti, José A. Saldías, Ignacio Corsini, Atilio Supparo, Juan Velich, Eugenio Cárdenas, Salvador Riese, Cadícamo y que llevaron al disco Corsini, Magaldi, Rivero y otros cantores. También fue cantor y por 1925 formó el dúo Aguilar-Fugazot. En 1934 Gardel, que filmaba en Nueva York, solicitó a Buenos Aires el envío de sus antiguos colaboradores Barbieri y Riverol. Con ellos fue Aguilar quien salvó su vida milagrosamente en Medellín el 24 de junio de 1935, que terminó con la gira brillante que realizaba Carlos Gardel por América Castellana tronchando su vida y la de casi todos sus compañeros. Años después recordando a Gardel y aquella tragedia, dijo para la extinguida revista Cine Argentino: «Ni bien salimos de Nueva York, pasamos a San Juan de Puerto Rico, donde llegamos a las 7 de la mañana. A pesar de lo temprano de la hora, había en el puerto una multitud tan extraordinaria aguardando su llegada, que se calculó entre veinte y veinticinco mil almas. Todos, al grito de ¡Gardel!... ¡Gardel!..., le tributaron un recibimiento triunfal, y los más cercanos a su persona lo llevaron en andas a la municipalidad. Allí, ante el pedido insistente de un empleado de la misma, Gardel, que nunca fue baquiano en eso de echar discursos, mientras miraba con cara de angustia a todos nosotros, que nos hallábamos en un auto, dijo textualmente, haciendo un esfuerzo: «Querido pueblo, estoy muy contento de que hayan venido a recibirme, y... esta noche los espero en el cine». Barbieri, Riverol y yo no pudimos contenernos, y nos echamos a reír. «¡Calculen que eran como veinticinco mil personas! Esa tarde, alojados ambos en distintos hoteles, acudí a verlo a Carlos a la hora estipulada para el ensayo; con él se encontraban ya Le Pera, Barbieri y Riverol. Al llegar, me llamó la atención el que a toda asta estuviese enarbolado el pabellón argentino, y para pulsar mejor el ambiente, no me di a conocer al mozo, preguntándole el porqué del acontecimiento. «¡Cómo!... ¿No sabe? -me dijo-. Es por Gardel», y como yo siguiera ignorándolo, agregó en tono de suficiencia: «Pero, ¿no lo conoce?... Es el primer cantor del mundo...» Al rato, cuando se lo comuniqué a Carlos, no me quiso creer, y dirigiéndose a Le Pera, le dijo: «Andá a ver si es cierto lo que dice el Indio». Cuando supo que, en realidad, no había mentido, se puso muy contento, y mirándonos a todos, agregó: «Esta noche, muchachos, tenemos que dejarlo bien alto al mismo». Cuando llegamos a Venezuela, la compañía que lo tomó contratado a Gardel, puso a su disposición un tren especial. Desde La Guayra hasta la capital, donde hay un promedio de 45 kilómetros, aproximadamente, la vía del ferrocarril era un hormiguero de gente que lo vitoreaba sin cesar. Fue tal el delirio que despertó entre las mujeres del pueblo, que el entonces presidente de la República, General Juan V. Gómez, mandó preguntar el motivo de esas manifestaciones. «Es que ha llegado el cantor argentino Carlos Gardel», le comunicaron. El general, que gustaba de la amistad de los artistas, le invitó entonces a que efectuara un recital en el Hotel Jardín, su residencia particular. En él, Carlitos, que se había enterado extraoficialmente de que el presidente tenía debilidad por los gallos de riña, al punto de poseer centenares de esa clase de animales, con la viveza que le era característica, comenzó cantando el famoso estilo “Pobre gallo bataraz”, ganándose de entrada el afecto del general, para terminar con otras dos canciones su programa. Inmediatamente yo ejecuté en la guitarra el tango “La cumparsita” al tiempo que le decía: «Con permiso, mi general, voy a ejecutar el himno uruguayo». En cuanto di término, me felicitó satisfecho, y esa noche hizo entregar a Carlos, por sus tres canciones, 10.000 bolívares de regalo. «Después de una estancia de 22 días en Venezuela, pasamos a Curazao, haciendo el trayecto en automóvil. Su chauffer, Roberto, como los caminos eran sumamente angostos, iba, al par que manejaba, mirando detenidamente la carretera, para no correr el riesgo de caer en una cuneta. Carlos, que venía conmigo en la parte de atrás observando las maniobras, le dijo: «Tené cuidado, hermano, no nos matés, mirá que llevás dos glorias nacionales, y los argentinos no te lo perdonarían nunca». En esa localidad estuvimos tres días, complementándose su actuación con la película (1) Noches de Buenos Aires que yo había filmado en ésta con Tita Merello. Luego fuimos a Barranquilla, y de ahí a Cartagena, recorriendo la mayoría de los pueblos. A las 11 de la mañana llegamos a esta localidad, soportando un calor excesivo. Carlos, completamente agotado por el clima, se quedó en pijama, lo mismo que todos nosotros, dispuestos a no recibir a nadie. En eso estábamos, cuando el portero del hotel nos anunció que todo un colegio venía a darle la bienvenida. Carlitos se hacía cruces. «¡Un colegio entero! ¿Que hago?» Al fin, en una corazonada, acudió: «Dígales que esperen». Se arregló lo mejor que pudo, y salió a recibirlos. Eran como 300 mujeres. Aquello era algo extraordinario. Después de haber conversado unos instantes y rehusando firmar autógrafos por el calor insoportable, se fueron despidiendo, gracias a mi intervención. Carlos me miraba como diciendo «Tratá de arrancarme, Indio», y, aunque tarde era, lo conseguí. Solamente una, ya señorita, y, sin duda, la más audaz, se quedó mirándolo, mientras le decía: «Ya que no me ha firmado un autógrafo, permítame que le estreche la mano. Carlos se sonrió y, cuando iba a hacerlo, ella en un movimiento rapidísimo, le tomó la cara y lo besó, echando a correr. Sorprendido por la actitud, no pudo menos que festejar la ocurrencia; la pobre era horriblemente fea... «En Medellín estuvimos primero cuatro días, y Carlos cantó en la plaza de toros más importante de la localidad, con un éxito clamoroso, para pasar a Bogotá, donde llegamos el 12 de junio y permanecimos ocho días. En el transcurso del viaje, uno de sus secretarios, Corpas Moreno, un muchacho argentino que conocimos en Nueva York -ciudad a la que había llegado en calidad de pugilista, y al que luego Gardel incluyó en la troupe-, tomó a más de mil metros de altura una foto, ya popular en el ambiente, en la que aparecemos todos los que sufrimos la catástrofe. No es cierto que esa foto haya sido tomada por otras personas, como se ha dicho en más de una ocasión. Recuerdo perfectamente que, apenas registrada la misma, Corpas Moreno tuvo la mala ocurrencia de decirle a Carlos: «Mirá si se viniera abajo el avión». Gardel, que tenía terror a esta clase de aparatos, se enojó mucho reprendiéndole. «Rumbo a la localidad de Cali, a la que no pudimos llegar, nos dirigíamos después de haber actuado ocho días en Bogotá, que resultaron magníficos, cuando un desperfecto del trimotor, debido posiblemente al excesivo peso que llevaba, hizo que descendiéramos en Medellín, forzosamente, y gracias a la pericia del gran piloto Ernesto Samper, que logó estabilizar el aparato, no perecimos en ese entonces. Esto era una hora antes de que se produjera el accidente. «Una vez en Medellín, resolvimos almorzar para seguir luego rumbo a Cali. Así lo hicimos, comenzando a tomar ubicación en el siguiente orden: primero el señor Celedonio Palacios, dueño de un cine de Barranquilla; luego Henry Swart, gerente de la Universal Pictures de Colombia; Alfredo Le Pera, Guillermo Barbieri, Corpas Moreno, Riverol, Plajas, el subpiloto, el piloto Samper Mendoza, Carlos Gardel y seguidamente yo. Recuerdo que en el momento de ascender, Carlos volvió la cabeza para decirme: «Bueno, Indio, nos queda una hora y cuarto, y después, aunque se rompan todos estos bichos no subimos nunca más a ninguno de ellos». ¡Pobre Carlitos! ¡Cuán lejos estaba de soñarse que minutos más tarde iba a quedar convertido en cenizas! El último en entrar fue el señor Flit, que era el que cerraba las puertas. Antes de hacerlo, trajeron doce tambores de películas que debían pasar esa noche conjuntamente con la función de Gardel. Samper se opuso tenazmente a llevarlas, alegando ser demasiado peso para el trimotor, pero contra su negativa, y después de mucho discutir, se dispuso que fueran. Inmediatamente Flit se dio a la tarea de colocar a todos la correa de seguridad. Yo fui el único que me resistí a ello; por eso logré salir del aparato. Las últimas palabras que pronunció Gardel fueron para pedirme un caramelo y un poco de algodón para los oídos. «¿Qué estás comiendo, Indio?», me dijo al advertir que lo hacía con una golosina. «Chiclet» le contesté. «Bueno, dame»; -agregando- «¿Tenés algodón?». «Apenas tuvo tiempo de colocárselo, cuando el avión, que había comenzado su marcha, no conseguía despegarse del suelo. No sé por qué rara intuición me parece que todos presentimos la catástrofe. Samper, que hacía esfuerzos desesperados para conseguirlo, no pudo evitar el choque de su trimotor F.31 con el superavión Manizales. Un ruido sordo y enorme se alcanzó a escuchar, y los dos pájaros del aire ardieron instantáneamente. Por una abertura, no sé como ni cuando, me largué del trimotor, ya cubierto en llamas, por el instinto de conservación, pero no pude hacerlo sino por un instante. Los gritos de Riverol, de Azaff y de Plajas —profesor de idiomas de Carlos— eran tan desgarradores, que, enloquecido de desesperación, me lancé a las llamas para auxiliarlos; después de mucho, conseguí hacerlo, defendiéndome aún con un pedazo de saco que me quedaba. A Corpas Moreno, pobrecito, fue el único que alcancé a ver en medio del siniestro, y tenía ya separada la cabeza del cuerpo. Aquello era infernal y dantesco; estábamos quemándonos vivos, ardiéndose nuestras carnes, y el público, aunque numeroso, no atinaba a nada, petrificado de espanto. Yo, que no perdí el conocimiento sino recién a las 48 horas, pedía a gritos que trajesen un automóvil. La gente, atolondrada, sin saber qué hacer, no me comprendía, dificultando aún más el ser atendidos. Cuando pude estar en pie, mucho después, supe que allí llamaban carros a los taxímetros. De ahí la confusión. «Del avión Manizales murieron todos; del nuestro, sólo quedamos Flit, Plajas y yo. Según me han informado, el primero está sin vista y sin manos, y el segundo, demente. La impresión que no se podrá borrar nunca de mí fue la causada por Riverol; ubicados en distintos cuartos, tuvo el buen compañero una agonía terrible. Me pedía, me rogaba que no lo dejase morir. ¡Si hubiera podido hacerlo! «¡Tengo ocho hijos, Aguilar; ocho hijos y señora; pedí consulta de médicos, pero no me dejes morir!» Todo en vano; dos días después o sea el 26 a las tres de la madrugada, en un ataque de demencia, saltó de la cama y echó a correr por el sanatorio. Se desangró horriblemente; cuando lo trajeron murió...» Gardel lo bautizó con el apodo de Indio, por lo cual le obsequió una mascota con la cabeza de un indio diciéndole: «Tomá, aquí tenés tu retrato». Dejó un libro inédito intitulado Yo acompañé a Carlos Gardel. Aguilar nació el 7 de mayo de 1891, en San Ramón (Canelones-Uruguay) y falleció el 21 de diciembre de 1951 en Buenos Aires.

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