jueves, 1 de septiembre de 2016

Tango Alberto Soifer Argentina


Tango:

Nació en Coronel Suárez, pequeña ciudad bonaerense que no se privó de contar con una compacta colonia judía, su sinagoga, su biblioteca hebrea y su severo rabino, que descargaba reglazos sobre sus alumnos. Su padre, José Soifer, que había llegado en 1902, casado y con dos hijos, desde Kayanka, cerca de Odessa, tenía un almacén de ramos generales, donde despachaba grapa o vendía cosechadoras, además de comerciar frutos del país. Continuaba así en la pampa argentina con la misma actividad que había tenido su familia en Ucrania. Varios de los siete hijos estudiaban música: Jaime y Luis eran violinistas; Samuel pianista. Abrabam estudiaba piano en la filial del conservatorio Santa Cecilia y ya tocaba en los cines del Centro Español y en el Luciano Manara de la Sociedad Italiana. Al concluir la Gran Guerra en Europa, su padre tuvo que liquidar el negocio y se mudaron a Buenos Aires. Quería ser futbolista pero los padres y sus hermanos mayores lo ataban al piano, instrumento que hasta los once años odió con todas las fuerzas de su alma. Cuando llegó a Buenos Aires y continuó sus estudios en la matriz del Santa Cecilia, sobrevino un cambio absoluto: comenzó a adorar la música; y aunque estaba concentrado en la clásica, el tango lo atraía poderosamente, casi tanto como las mujeres. Y muy pronto inició su carrera en él. Sucedió a comienzos de los 20 en el Casino Pigall, donde reemplazaba a Humberto Canaro en la sección vermuth, tocando con una orquesta suplente de Francisco. En aquel conjunto tocaba el violinista Rafael Tuegols, matarife en Avellaneda y apodado El Viejo, tan rústico con su instrumento como inspirado al componer. Sirva “Zorro gris” de ejemplo. Tuegols fue respaldo y guía para Soifer. Estaban allí los bandoneonistas Américo Bianchi y Emilio Bianchi. Alberto era alguien especial en aquel ambiente, porque iba al Colegio Nacional, porque leía y escribía de corrido y porque además tocaba por música. Alberto llegó a la orquesta de Francisco Canaro para suplir al pianista Luis Riccardi, que había enfermado. Admiró, por sobre todas, dos cualidades de Pirincho: su inventiva musical y su capacidad empresaria. Como anotador de muchos tangos compuestos por Canaro, que ignoraba la escritura musical, Soifer se indignaba con quienes decían que Francisco compraba tangos de otros, y juraba poder reconocer por su estilo, cualquier obra del compositor de “Charamusca”. Después estuvo con Juan Maglio (Pacho) (cuyo segundo violín era Mauricio Saiovich), que con sus bigotazos hacía un tango muy ligado, de poca marcación rítmica. Pacho lo devolvía de noche a la casa de la calle Catamarca en coche de caballos, lo metía en el zaguán y cerraba la puerta. Pasó por gran cantidad de orquestas hasta que llegó a la del bandoneonista Carlos Marcucci, con quien se vinculó en 1928 y a quien Soifer siempre recordaría como una rara avis en el ambiente, silencioso como una monja, absolutamente introvertido, con grandes ojos miopes que cubría con gafas aun más grandes. Marcucci no tocaba el bandoneón: se acoplaba a él tras extender, como cumpliendo un rito, el falderín de terciopelo sobre las rodillas. Alberto fue su hombre de negocios, porque de haber quedado esos asuntos a cargo del desprendido de Marcucci, en pocos meses todos los músicos —entre los que se contaba el estibador y bandoneonista Salvador Grupillo y el violinista Luis Gutiérrez del Barrio— hubieran quedado reducidos a la mendicidad. Estuvieron a punto de acompañar a Gardel en una gira, pero no lo dejaron viajar porque era menor de edad y Marcucci tampoco viajó. De aquellos años quedó, entre tantos recuerdos, el de la extraña manera en que grabaron “Mi dolor”. La RCA-Victor tenía entonces sus estudios en Suipacha al 100, pero al llegar allí, el técnico de grabación, un norteamericano, los instaló en el patio de la casona. «Al aire libre suena mejor», les dijo, y nadie le creyó. Pero se convencieron al oír luego la placa. Aquel Buenos Aires apacible permitía esos experimentos. Actuaron en el American Dancing, en el cine Paramount, compitiendo en la misma cuadra de la calle Lavalle con los sextetos de Carlos Di Sarli y de Juan D'Arienzo. Cuando hacia 1930 se generalizó el cine sonoro, disolviéndose muchas orquestas típicas que ya no tenían dónde actuar, Alberto se fue a Mendoza para hacer de todo, desde vender anuncios de radio en comarcas de la precordillera hasta instalar con dos amigos una estación de servicio. Pero aquel paréntesis no duró demasiado. El éxito también podía ser una maldición, según supo Soifer cuando tras su regreso compuso “Suavemente”, un foxtrot que todo el mundo cantaba y él hallaba horripilante y cursi. Otro suceso suyo fue la milonga “Negrito”. Fernando Ochoa le presentó entonces a Luis Bayón Herrera y Manuel Romero en el Porteño, importante teatro de revistas luego desaparecido. De esa manera comenzaron los veintidós años en que Alberto musicalizó las películas —generalmente olvidables— de esos dos directores para los estudios Efa y Lumiton. La primera fue Noches de Buenos Aires, con el tango homónimo de Soifer, que grabaron Alberto Gómez, Charlo y Alberto Vila, entre otros. Empezó además a escribir para el teatro de revistas, género superficial en el que acumuló treinta y dos estrenos entre el Maipo y El Nacional. En 1933, Soifer cumplió en Radio Belgrano todas las funciones imaginables: director artístico, probador, pianista, integrante del cuarteto clásico de la estación y conductor de la orquesta sinfónica. «No te hago barrer porque no manejás bien la escoba», le decía Jaime Yankelevich. Como asesor de Molinos Río de la Plata, Soifer creó en 1942, junto a Pedro Barbé, Ronda de Ases, que se emitía por Radio El Mundo desde un siempre desbordado Teatro Casino. En los cafés, cuando irradiaban el programa el pocillo costaba cinco centavos más. Por aquella audición pasaron las orquestas más celebradas, y Soifer aprovechó para incluir la suya. Ese mismo año, creó en Radio Belgrano una nutrida agrupación de tango sinfónico, con arreglos de Bernardo Stalman. De 1941 a 1945, dirigió su propia orquesta, en la que contaba con los bandoneonistas Julio Ahumada y Héctor Presas, Bernardo Stalman como primer violín (Luis Stalman hizo sólo cambios). En el piano estuvo primero Soifer, pero pronto lo reemplazó José Basso, que permaneció buen tiempo. Su cantor fue el luego muy popular Roberto Quiroga, a quien Soifer descubrió de manera increíble. Había llevado a arreglar una pluma fuente a Tailhade & Cía., en Cangallo 445. El muchacho que se encargaba de la tarea cantaba tango tras tango mientras cumplía su menester. «¿Qué quiere, que lo contrate?», le preguntó Soifer en chiste, sabiendo que aquel empleado lo había reconocido. Al día siguiente lo probaba en radio El Mundo, y pocos días más tarde lo hacía debutar con la orquesta. Soifer terminó echándolo en 1944 para que pudiera levantar vuelo como solista, con sus veleidades gardelianas. La orquesta ensayaba en la sala de la casa donde vivían los hermanos Soifer en Liniers, en Ventura Bosch y El Rastreador. Abrían las persianas y en la acera se reunían a escucharlos todos los repartidores del barrio y unos cuantos vecinos. De Soifer director quedaron los escasos discos que para la Victor grabó su orquesta, delicadamente rítmica, de arreglos muy diáfanos y cuidada sonoridad. El instrumental “Alondras”, compuesto por el propio Soifer, registrado en 1942, y dos tangos cantados por Quiroga, “Solo y triste como ayer”, de Alberto San Miguel y Homero Expósito, y “Sin salvación”, de José Basso, Héctor Presas y Francisco Manfredi, ambos de 1943, son lo más logrado. En 1941, ya casado y con dos hijas pequeñas, Soifer viajó a Europa por unos meses, pero se quedó en España veintitrés años, absorbido por el cine. Su primer empleo fue en la productora del legendario y muy franquista noticiero No-Do. Durante su larga ausencia viajó treinta y seis veces a la Argentina. En sus últimos años, ya definitivamente de regreso, compuso con Cátulo Castillo los diez temas de Los inquilinos de la noche, y, con Horacio Ferrer, los tangos de la serie La ciudad de los reos. Cuando murió, en 1977, quedó en su departamento un baúl lleno de música, fotos y recortes que fueron a la basura. La mujer llamó al portero, y éste se encargó de que todo desapareciera. Extraído del libro Tango judío. Del ghetto a la milonga, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1998.

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